domingo, 14 de junio de 2015

Talento masónico...La diplomacia cultural, una mirada a su origen y desarrollo.




El concepto de diplomacia cultural se enmarca en el más amplio de diplomacia pública, con el cual suele identificarse y al que de hecho precedió. El objetivo básico que ambas prácticas comparten radica en la configuración de una estrategia de imagen-país levantada sobre la comunicación y encaminada a conseguir peso internacional y beneficios simbólicos, cuyo circuito de actuación desborda los canales de la diplomacia tradicional (Noya, 2007: 91 y ss.). El impacto de los avances tecnológicos (desde la radio y la televisión hasta internet) sobre la opinión pública y, recíprocamente, la creciente influencia que esta tiene sobre las estructuras de decisión política, explican la relevancia de este tipo de diplomacia. Para calibrar adecuadamente el asunto no hace falta más que considerar la repercusión que tuvo la BBC británica al inicio de su historia, o la que tiene la cadena Al-Jazeera en los países árabes desde los inicios de la década de 2000. Por ello, los Estados se han visto impelidos a gestionar su proyección pública a fin de asegurarse ciertos niveles de confianza tanto dentro como fuera de sus fronteras. Ahora bien, en este punto es necesario distinguir entre dos orientaciones comunicativas, según la repercusión que cada Estado busque, y los plazos temporales que maneje. Si lo que se pretende es alcanzar logros inmediatos, el mensaje se adaptará al lenguaje de los medios de comunicación y su contenido –elaborado en los gabinetes de prensa ministeriales– será de índole marcadamente político. En cambio, cuando los objetivos perseguidos se inscriban en un horizonte a largo plazo, la información tenderá a contener un mayor componente cultural, y su implantación recurrirá a programas relacionados con la enseñanza de idiomas o el intercambio académico. En rigor, la diplomacia cultural se inscribe en este segundo nivel de estrategia.

La integración del factor cultural en el ámbito de la política exterior es, en cualquier caso, previa al surgimiento de los medios de comunicación masivos. Su nacimiento se ubica a finales del siglo xix y principios del xx, cuando de forma pionera en Francia, y más adelante en Alemania e Italia, se crean en el seno de sus servicios exteriores los primeros organismos dedicados a la proyección cultural, de acuerdo con una política de intervención ligada a la difusión de la lengua y de la producción artística. En esta fase embrionaria el papel de los intelectuales cobra asimismo peso, toda vez que en la I Guerra Mundial se abrirá un flanco de combate paralelo al que se produce en las trincheras: se trata del conflicto de las ideas estrechamente asociado a lo que se conoce como «guerra psicológica» (Delgado Gómez-Escalonilla, 1994: 268). Con el cese de las hostilidades, el factor cultural conocerá una nueva aplicación, de corte multilateral –abriéndose entonces una bifurcación político-práctica que llega hasta hoy. Bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones aparece el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, antecedente de la actual Unesco, con sede en París. Pero el fin pacífico, idealista y transnacional de esta institución se verá enseguida eclipsado por el curso de los acontecimientos de entreguerras, y el desarrollo simultáneo de los despachos culturales de los ministerios de Asuntos Exteriores, cuya actividad se restringe a la consecución de intereses nacionales, esto es, a incrementar la influencia internacional de cada país. El despliegue de este tipo de acciones adopta con prontitud un perfil netamente doctrinal como demuestran –ya en la misma década de los años veinte– los casos de Italia y la Unión Soviética: la cultura no tarda en politizarse, alcanzando quizá su mayor cota de ideologización durante la II Guerra Mundial. A su vez, fue precisamente entonces cuando Estados Unidos y Gran Bretaña fundaron sus instituciones diplomático-culturales: la división de Relaciones Culturales del departamento de Estado, y el British Council, respectivamente.

A partir de 1945, junto con la recomposición del orden mundial se establecieron las bases institucionales tanto nacionales como multilaterales que en gran medida continúan moldeando los sistemas político-culturales del presente. A escala nacional se perfilan distintos modelos de gestión diseñados según las tradiciones diplomáticas de cada país, el alcance que le reconocen a la dimensión cultural y el tamaño de los Estados. Por ejemplo, Francia destaca como potencia que concede gran importancia a la propagación de su idioma y al patrimonio cultural, encargando al ministerio de Asuntos Exteriores la gestión internacional de su «grandeur». Su estrategia no solo contrasta, por razones obvias, con la alemana –país que gradualmente fue rearticulando su capital simbólico, de un modo en todo caso más discreto–, sino también con la británica: las competencias relativas a la diplomacia cultural que ejecuta el British Council no dependen formalmente del negociado del Foreign Office, dándose además la circunstancia de que la mayor parte de la financiación de tal organismo procede del sector privado.

No obstante, la novedad que presentó el periodo de postguerra vino dada por la constitución en 1945 de Naciones Unidas y, concretamente, de su unidad especializada en cultura, la Unesco. Desde esta instancia la interpretación de los contenidos culturales se realizará desde un enfoque más amplio, científico-antropológico, que no se limita a la esfera intelectual, artística o patrimonial desde las que operaban los Estados. Ciertamente, desde la puesta en marcha de las primeras actuaciones diplomático-culturales las naciones también se sirvieron de dicha concepción, especialmente las que contaban con posesiones coloniales, pero lo hacían desde un ángulo etnocéntrico, es decir, promoviendo su propia cosmovisión cultural, en tanto se adecuaba con sus propósitos político-civilizatorios. Con la aparición de Naciones Unidas, se desarrolla un discurso alternativo que, sin perjuicio de su armadura universalista –reflejada en la Declaración de los Derechos Humanos–, pone un énfasis especial en la defensa de los rasgos identitarios de los pueblos. El proceso de descolonización y las aspiraciones puestas en articular un orden de concordia internacional avalará la consolidación de esta nueva perspectiva que, en su versión más radical, llegará al extremo de poner en cuestión las premisas epistemológicas del conocimiento científico. Paralelamente, el crecimiento de las instituciones multilaterales contribuirá a establecer los pilares del sistema de cooperación internacional, cristalizado en 1960 con la creación de la Ocde, en el que el tratamiento de la cultura, aun inicialmente marginado, se realizará en tal clave antropológica.

Lo antedicho no supuso que la orientación «estatocéntrica» de la acción cultural exterior perdiese fuelle, más bien al contrario: el potencial propagandístico derivado de los progresos tecnológicos, plasmado en la industrialización de la cultura y el surgimiento de los medios de comunicación de masas (radio, cine y televisión) puso a disposición de los gobiernos maquinarias publicitarias idóneas para la difusión de sus mensajes e intereses. Es conocida la instrumentalización de estos recursos por parte de los regímenes totalitarios: cineastas de la talla de Fritz Lang o Serguei Eisenstein fueron tentados a poner su talento al servicio de la política –si bien no quepa establecer comparaciones a propósito de la relación que mantuvieron con los responsables de cultura, Joseph Goebbels en Alemania, y Anatoli Lunacharski en la Unión Soviética. Sin embargo, el ejemplo más ajustado al tema que nos ocupa lo representa el desarrollo que experimentó después de la II Guerra Mundial la diplomacia estadounidense, cuya oficina de Asuntos Culturales data de 1938. No hay que olvidar que al tiempo que se sentaban las bases para una mayor colaboración multilateral, se inicia la Guerra Fría.

En este contexto, en un breve intervalo de tiempo (1946-1948), Estados Unidos lanza el Plan Marshall, aprueba la ley Smith-Mundt, que fusiona y reorganiza los departamentos de Información y Cultura –formulando un verdadero programa de diplomacia pública–, y firma con Francia el pacto Blum-Byrnes. Este acuerdo, destinado a cancelar la deuda que tras la II Guerra Mundial Francia tenía contraída con Estados Unidos, contenía una cláusula según la cual se disminuía la proyección de producciones francesas en sus salas de cine a una proporción de cuatro semanas de trece. En esta línea, los gobiernos estadounidenses impulsaron un conjunto de actividades relativas a su imagen exterior en distintos ámbitos culturales. A efectos ilustrativos, cabe mencionar los siguientes ejemplos. En 1947 el servicio de Información apoyó la exposición de pintura que el galerista Samuel Kootz organizó en la sala Maeght de París. La muestra, titulada «Introducción a la Pintura Moderna Americana», contaba con lienzos de grandes figuras del expresionismo abstracto (Motherwell, Gottlieb, Baziotes…), su catálogo venía firmado por el crítico Harold Rosenberg, y su organización simbolizó el desplazamiento del centro de gravedad artística de París a Nueva York (Guilbaut, 2007: 273). En 1948 se inició, a instancias de la oficina de Asuntos Culturales del departamento de Estado, el programa de intercambio académico, centrado en un principio en Europa, y expandido más adelante en todo el mundo, conocido como Becas Fulbright. En el flanco intelectual se organizó entre 1950 y 1967 el Congreso por la Libertad Cultural desde el que se financiaron multitud de eventos culturales, revistas, seminarios, exposiciones y giras, con el fin más o menos encubierto de socavar la influencia marxista de los pensadores occidentales. Por último, el departamento de Estado también anduvo detrás de las giras que varios músicos de jazz (Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, &c.) realizaron durante los años cincuenta y sesenta en Europa del Este, Oriente Medio y África (Noya, 2007: 119).

Para acabar de completar (y complicar) el tema, hay que mencionar cómo en el año 1959 se constituyó la primera administración de Asuntos Culturales con rango ministerial, es decir, de naturaleza autónoma, en Francia. La institución se desgajaba del ámbito de la educación, y pasaba a asumir las competencias relativas a la gestión de bellas artes, de museos y bibliotecas, de patrimonio histórico y de cine (negociado procedente de Industria y Comercio). Si bien sus atribuciones quedaron en un principio limitadas al ámbito nacional, el decreto fechado a 10 de mayo de 1982 estableció que el ministerio fomentaría «la creación de obras de arte y del ingenio, dándoles la mayor audiencia posible, y contribuirá a la difusión de la cultura y el arte francés en el libre diálogo de las culturas del mundo». Este ensanche del horizonte de actuación del ministerio, que cuatro años después asumiría asimismo las atribuciones de Comunicación, cobraba pleno sentido en un mundo crecientemente globalizado, en el que las fronteras entre las políticas a nivel interior y exterior se hacían cada vez más porosas. Por lo demás, la aparición del ministerio de Cultura francés impulsó la creación de ministerios o instituciones análogas en el resto del mundo, y así, por ejemplo, España se dotó de su propio ministerio cultural en 1977, Gran Bretaña creó el suyo en 1992, y Alemania cuenta desde 1998 con un ministerio adjunto de Cultura y Comunicación, no integrado en el gabinete ejecutivo, pero que coordina las políticas federadas en este campo. Por su parte, Estados Unidos carece de un departamento de Cultura con rango ministerial, si bien desde 1965 dispone del National Endowment for the Arts, agencia pública e independiente del gobierno federal, cuyo responsable es nombrado directamente por el presidente de la nación.

Tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la política de bloques la hipótesis de articular un orden internacional regulado bajo instituciones comunes recobró fuerza. Y así, se pensaba que la globalización económica podría llevar aparejada una globalización política y cultural: un mundo en convergencia regido por un sistema de libre mercado, en el que los Estados fuesen amoldándose al modelo democrático de derecho, y al cabo se homogeneizasen las prácticas culturales, siguiendo la pauta de la occidentalización. No obstante este escenario, tachado a menudo de imperialista o neo-colonial, se vio contrapesado por la pujanza auto-afirmativa del discurso multicultural y las «políticas del reconocimiento», herederas de la descolonización, al punto de que el debate cultural pareció condenado a un conflicto sin solución entre quienes abogaban por un esquema evolutivo-ilustrado, frente a quienes primaban la defensa de la diversidad, presentándola como hecho indiscutible y, más aún, en auge. Tal escisión reproducía una antigua controversia que enfrenta a las concepciones de la cultura de Montesquieu y Herder (Lamo, 2007: 546). Frente a esta dicotomía, un análisis detenido de las tendencias económico-culturales a escala mundial nos revela una situación intermedia, mestiza, pero que incluso a la larga parece consolidar la hipótesis de la convergencia. La investigación llevada a cabo por Ronald Inglehart y Chris Welzel, Modernización, cambio cultural y democracia (2007), demuestra que tras la fragmentación en familias culturales que presenta el mundo, dividido en seis o siete áreas de influencia de ascendencia religiosa, se detecta una propensión global, determinada por el incremento de Pib, hacia la asimilación de creencias y valores post-materialistas y auto-expresivos (asociados a las libertades civiles occidentales), que deja atrás los valores tradicionales y los materialistas. La conclusión respaldaría la clásica tesis de Marx según la cual el desarrollo económico provoca el cambio cultural, refutando a su vez la hipótesis de la des-occidentalización.

Al anterior debate no ha sido ajena la gradual incorporación de la dimensión cultural en las teorías y programas del desarrollo humano, cuyos primeros modelos reducían su análisis a las variables económicas. En las últimas décadas nuevos indicadores (educativos, sociales, &c.) vinieron a completar el estudio y a ampliar las perspectivas en torno al crecimiento y progreso de las sociedades. No obstante, en la consideración de los indicadores culturales ha prevalecido por lo general una defensa de la diversidad y del mantenimiento de las identidades étnicas, informado por una interpretación esencialista, romántico y relativista, que incluso pondría en entredicho la operatividad de la propia noción de desarrollo (Alonso, 2009: 16). Con todo, la década de 2000 ha refrenado esta orientación en gran medida debido a las contribuciones que sobre el tema ha proporcionado el economista Amartya Sen, inspirador del Informe sobre Desarrollo Humano del Pnud de 2004: Nuestra libertad cultural en el mundo diverso de hoy. La propuesta de Sen pone el acento en las capacidades básicas del individuo, entre las cuales se encuentra la libertad de elección. A su vez, parte de la premisa de que cada persona no tiene una sino múltiples filiaciones identitarias, y que solo a ella corresponde en buena lid organizar la jerarquía de sus preferencias culturales, elegir libremente, y en su caso abandonar sus tradiciones de origen, sin que por ello haya de sufrir coerción grupal.

En todo caso, la inclusión de la cooperación cultural para el desarrollo en el ejercicio de la diplomacia cultural no resulta sencilla y ni siquiera evidente. Bien es cierto que la adscripción en las administraciones públicas de las competencias de cooperación internacional en el área de Asuntos Exteriores así parece recomendarlo. No obstante, esta cuestión manifiesta en la práctica la contradicción entre los dos principios que modulan las relaciones internacionales, el realismo y el idealismo. Sea como fuere, los anteriores elementos nos aportan una idea aproximada de cómo se constituyen las políticas de acción cultural exterior de los países.

Bibliografia y referencias consultadas:

Alonso, José Antonio (2009): «Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado», Revista de Occidente nº 335, Madrid.

Birambaux, Isabelle (2011): «El Institut Français se renueva: una reforma al servicio del soft power», ARI, Real Instituto Elcano, Madrid.

Delgado Gómez-Escalonilla, Lorenzo (1994): «El factor cultural en las relaciones internacionales: una aproximación a su análisis histórico», Hispania, LVI/1, nº 186.

Haigh, Anthony (1974): La diplomatie culturelle en Europe, Consejo de Europa, Estrasburgo.

Íñiguez, Diego (2006): «La acción cultural exterior y la eficacia del poder blando», Política Exterior nº 111, Mayo/Junio.

Marco, Elvira y Otero, Jaime (2010b): Colaboración público-privada en la acción cultural exterior, Documento de Trabajo, Real Instituto Elcano, Madrid.

Noya, Javier (2007): Diplomacia pública para el siglo xxi, Ariel, Madrid.

Nye, Joseph (2004): Soft Power: The Means to Success in World Politics, Public Affairs, Nueva York.
Saddiki, Said (2009): «El papel de la diplomacia cultural en las relaciones internacionales», Revista Cidob d’Affers Internacionals nº 88, Barcelona.

Vozmediano, Elena (2007): «La filantropía estratégica», Revista de Libros nº 132, Madrid.

Fuente referencial: http://www.nodulo.org/ec/2012/n119p03.htm

 Por,
 
José Rafael Otazo M.
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Profesor Universitario.   
Miembro Correspondiente de la Academia de la Lengua, capitulo Carabobo.
Miembro de la Ilustre Sociedad Bolivariana de Venezuela.
Miembro de la Digna Sociedad Divulgadora de la Historia Militar de Venezuela.
Miembro de La Asociación de Escritores del Estado Carabobo.
Investigador en la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.



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